Domingo de la Trinidad 14 de junio

Dios… ¿de qué Dios hablamos?

A lo largo de muchos siglos (pensamos que unos 18 o 20 siglos antes de Jesús) Dios ha ido poco a poco manifestando quién era Él en persona y qué esperaba de sus criaturas espirituales, los seres humanos. Su Espíritu ya había acompañado a los hombres en diversas formas religiosas, ya había suscitado sabios y santos que guiaban a los distintos pueblos, algunos fundadores o reformadores de religiones que nacían a partir de la experiencia de lo divino que habían tenido.

Pero los hombres, leyendo la naturaleza, siendo dóciles a las buenas inspiraciones que les venían desde su conciencia, y con la experiencia de personas místicas o sabias, no siempre acertaban en su acceso al misterio de lo divino y experimentaron la capacidad de hacer mal a sus semejantes. Convenía que Dios mismo mostrara en persona su ser y su voluntad al crearnos. Por eso, eligió a unos hombres y les educó como pueblo que fueran conociéndole y aprendieran a ser fieles a su voluntad. Quería que aprendiéramos los humanos que era un Dios de amor, alianza, comunión.

Pero el amor, los hombres no lo podemos aprender, si no experimentamos que somos personalmente amados. Su estrategia para revelarse como un Dios de amor y comunión fue elegir un pueblo haciendo historia con ellos, corregirles cómo se imaginaban a Dios, marcar la diferencia respecto de otros dioses vinculados a la naturaleza, y hacerles experimentar a ellos una predilección, una experiencia de ser amados, elegidos para una alianza de fidelidad.

Pero esa elección amorosa y compasiva para con ellos, era la estrategia que usaba su amor para que ese pueblo, lo llamamos Israel, pudiera hacer experimentar a otras personas y otros pueblos lo mismo que ellos habían conocido: que Dios amaba a sus criaturas humanas y nos quería fraternos, compasivos y misericordiosos unos con otros.

En lugar de entenderlo así, malinterpretaron como privilegio exclusivo el haber sido elegidos por el Dios uno y creador del universo. Suscitó el Espíritu profetas a lo largo de los siglos que recordaron que la Alianza que Dios había hecho con ellos, les comprometía para ver en los otros, incluso en los extranjeros, hermanos suyos. Tan difícil resultaba esa mirada universal que, al fin, en lugar de enviar más profetas, Dios en persona quiso hacerse presente en su Hijo Jesús de Nazaret, nacido de mujer, para revelarnos cuánto amaba a los hombres.

El amor que nos mostró en Jesús llegó hasta el extremo de hacerse uno con nosotros y caer víctima de la injusticia humana, para enseñarnos que ninguna situación humana, por mala que fuera, podía apartarnos del Amor del Dios manifestado en Jesucristo. Jesús murió y resucitó y envió a sus discípulos, llenos ya de su Espíritu, a anunciar su Evangelio universal, y decir a los hombres de todas las religiones y culturas que la divinidad que adoraban o el ideal al que aspiraban, era un Dios personal, Amor, Comunión, Vida, Creador y Redentor de los seres humanos, y que se nos había comunicado así, en Jesús su Hijo y en su Espíritu, derramado ahora en nuestros corazones.

Así es como hemos llegado a conocer que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo en una comunión de amor, de la que se nos ha querido hacer participar al crearnos y al redimirnos. Demos gracias al Dios vivo y amante en Jesús, porque al conocerlo y amarlo vemos que es un Dios digno del ser humano, lo más coherente con la existencia humana en la inmensidad del cosmos y del tiempo. No estamos perdidos. Somos redimibles. Alguien nos espera y acompaña, y es amor.

 

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