Jesús nos anima a no tener miedo y a acoger al enviado de Dios
Acoger y hospedar a Dios. Hospitalidad y fecundidad de vida
“El que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí”. Entendámoslo bien, porque se ha prestado a muchos malentendidos. La cruz no nos la impone Dios, sino el vivir humano. Y Jesús no es nada pretencioso al animarnos a seguirle a él, sino que desea ser la fuente de nuestro ánimo y fortaleza para nuestro vivir. Seguir a Jesús hoy, sería lo mismo que acogerlo, hacerlo nuestro, identificarnos con su vida dándole cabida en la nuestra, darle hospitalidad en nuestra vida y en nuestro corazón. Si lo hacemos así, Él lo llena todo y no excluye nada ni compite con nadie. No entra en competencia con los otros amores humanos: a los padres, a los hijos, al marido o a la mujer, o a los amigos. Sólo que ninguno de éstos puede ocupar en nuestro corazón el lugar de Jesús, nuestra morada más íntima, donde nos habita el Espíritu de Jesús como fuente de toda otra nuestra humana capacidad de amor.
Por eso, el evangelio del Domingo XIII nos advierte que, si hubiera un amor humano mayor que nuestro amor a Jesús, entonces querría decir que le dábamos a ese amor el lugar reservado a Dios en nosotros. Entonces, resultaría que ese nuestro amor humano sí que estaría compitiendo con Dios por arrebatarle su lugar. Si fuera así, ese amor humano se convertiría en absoluto para nosotros, competiría con el de Jesús hasta excluirle. ¿No es una tentación que hemos conocido más de alguna vez en la vida? En efecto, cuando despierta el amor tiende a hacerse en nosotros absoluto, total, absorbente, nos ocupa afectivamente, y parece que ya no hay tiempo para otras cosas, ni para otros ni para Dios. Luego no es tan extraño que Jesús nos diga cuál es el lugar que ha de ocupar en nuestra vida y en nuestro corazón. No tengamos miedo, no nos impedirá amar, al contrario, nos enseñará a amar. Y si viniera la cruz, nos fortalecerá para seguir amando con ella.
El mismo Jesús nos anima a no tener miedo y a acoger al enviado de Dios, a quien sea, si con él, humanamente, llega a entrar Dios en nosotros. Leemos en la Carta a los Hebreos: “No os olvidéis de mostrar hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb 13,2. Se refiere al relato de Abrahán que acoge a los tres peregrinos que no son sino el mismo Señor). Por eso, el evangelio evoca la acogida que hizo la mujer de Sunén (1ª lectura) del profeta Eliseo en su casa. Su hospitalidad le trajo la fecundidad deseada: el hijo. Y Jesús comenta: “El que recibe a un profeta porque es un profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo”. Y deberíamos continuar: el que recibe a Jesús porque es Dios, en la persona de su Hijo, su recompensa será todo un Dios haciendo morada en él, la mayor fuente de fecundidad y de vida que le cabe al ser humano.
Pero la cadena de hospitalidad y fecundidad no acaba con Jesús. Porque, ahora se sigue ofreciendo Jesús mediante sus discípulos. Si alguien, pues, nos recibe, brindándonos, aunque solo sea “un vaso de agua fresca, por ser discípulos de Jesús”, o sea, porque perciben a Jesús en nuestras vidas, en nuestros servicios y en nuestros amores, en nuestras sufrimientos y alegrías, en nuestra entrega…, si nos reciben por ser discípulos de Jesús, su recompensa será que Jesús entrará también en sus vidas. ¿No nos apasiona ser discípulos, que transmiten a Jesús con sus vidas, y ser cauces de la vida de Dios para sus criaturas humanas?