¡Pascua del Señor! Jesús resucitado nos revela la plenitud humana posible
1. Viviendo nuestra “pascua” es como alcanzamos dicha plenitud
Llegamos a la cumbre del camino Cuaresmal, a donde nos encaminábamos. En la noche de la Vigilia Pascual, celebramos el “Paso” de Dios por la historia de los hombres. Entró en nuestra historia y actuó su poder liberador del pecado y de la muerte; no somos ya sus esclavos. Nos reveló su victoria sobre la muerte, nos reafirmó en el don de la Vida, que conlleva la libertad y la dignidad indestructible. Dios PASÓ por esta nuestra vida, resucitando a su Hijo, Jesús, hace veinte siglos: Nos lo devolvió como “el eterno Viviente” y, a la vez, comunicándonos su vida en todo tiempo y lugar. Así, Jesús resucitado pasó a ser nuestro hermano mayor y el primogénito de los resucitados de entre los muertos.
Fue el PASO de Dios y eso es lo que significa la palabra “pascua”. A nuestra vez, en la Vigilia y día de Pascua, celebramos NUESTRO PASO de la oscuridad a la luz; del egoísmo, raíz de todo pecado, al amor; del enfermar y el morir a la VIDA, esa vida nuestra que comenzó un día y que ya no acabará, porque Dios mismo nos la sostiene y garantiza. Esto es lo que significa la renovación de las promesas bautismales y la profesión de fe: avanzar paso a paso, día a día, de la oscuridad a la luz, de las esclavitudes a la libertad, del miedo a morir a traspasar el morir y no contemplar más que Vida. Este paso nuestro nos supondrá un costo, un esforzado trabajo en renunciar a nuestra comodidad, inercia, molicie, miedo a la libertad sin ataduras, miedo a morir nuestro yo. Hoy sabemos que es un morir para una vida más plena, y lo merece.
De este modo, expresamos nuestra renuncia al pecado; pero, sobre todo, nuestra renuncia a vivir una vida sin sentido, o lo que es lo mismo, una vida sin amor. Porque una vida que no sea para darla, para engendrar vida entorno, para ayudar a los demás a vivir con dignidad, no sería una vida con pleno sentido; sería un sobrevivir, un vivir egoísta, una amenaza para la vida de los demás en esta tierra común; sería un malvivir. Si Él resucitó, resucitemos nosotros con Él, el Viviente, la Vida por antonomasia, ¡vivamos plenamente! O sea: No basta vivir dejando vivir, aunque ya es algo. Vivamos de modo que otros puedan vivir con dignidad. No lo olvidemos, este es el sentido de nuestra vida; y esto será también para nosotros nuestra dignidad humana; dignidad revelada por la vida de Jesús de Nazaret, entregada por amor y para capacitarnos al amor.
2. Reconocer a Jesús resucitado pide superar el “ver para creer”, para pasar al “creer para ver”.
En efecto, hubo un tiempo de los encuentros de Jesús resucitado con sus discípulos. Los necesitaban para superar el escándalo que les suponía el hecho de morir Jesús en la cruz. Pensaban: nosotros esperábamos que él fuera nuestro libertador, y ya veis donde ha quedado todo. Se dispersaron. Pero algunas mujeres y discípulos que permanecieron en Jerusalén y otros discípulos en Galilea, comenzaron a experimentar dicha presencia. Los discípulos reunidos en Jerusalén la experimentaron y se lo dicen a Tomás que no estaba. Éste no cree de buenas a primeras que Jesús ha resucitado de entre los muertos. Exige alguna prueba objetiva. No le basta que le digan que el sepulcro está vacío y que algunos le han visto.
Tomás somos nosotros, que también quisiéramos disponer de alguna prueba objetiva, para demostrar a los no creyentes que tenemos razón; pero solo tenemos el testimonio apostólico, que nos dice que ellos lo vieron resucitado, vivo. Con todo, esto no es poco. El testimonio de los discípulos de Jesús es fiable y es creíble. En efecto, el relato que nos habla de la aparición a los discípulos y luego a Tomás, nos indica que van convenciéndose unos detrás de otros, que hubo un tiempo para superar las
dificultades, entre ellas la más importante: el escándalo de la cruz y su abandono Esta dificultad mayor la superan con la presencia del Resucitado, que les da la paz y el perdón, reciben su Espíritu y los envía a perdonar.
Los relatos de las apariciones estos días nos sugieren que es el mismo Jesús quien les sale al encuentro, pero diferente, de otro modo del que se les mostraba antes de su muerte. Ahora no podían disponer de Él. Se les muestra como quien está subiendo al Padre.
En efecto, apenas es reconocido o identificado ya no les está disponible. El tiempo de su comunicación es el mínimo suficiente para que recobren la fe que tenían, se consolide y, con la fortaleza del Espíritu Santo que les comunica, comprendan ahora cuál es su misión. Y el tiempo de las apariciones no fue ni demasiado corto ni demasiado largo, porque no debe ser una ventaja con la que contar. Lucas ordena los hechos en cuarenta días hasta la fiesta de Pentecostés. Juan en una semana de ocho días. No importa la medición del tiempo. El tiempo de las apariciones acaba con el testimonio del Espíritu Santo y los apóstoles en la plaza pública y con vigor: “Dios ha resucitado a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis, y nos lo ha hecho ver”. Y este testimonio ya se dio a la vista de todos, en palabras y signos.
Las otras pegas que podemos proponer son nuestras, nuestra dificultad a imaginar que realidad corporal de resucitado se les mostró: si vieron, si tocaron, si caminaron, si comieron con Él. Nuestra dificultad para imaginarlo no tiene solución. Sólo contamos con los relatos y con el testimonio de los discípulos, tal como pudieron expresar el cambio que aconteció en sus vidas a causa del Resucitado, que les sorprendió con su presencia y su identificación: era Jesús, el crucificado y sepultado, que ahora les salía al encuentro, y les hacía comprender su haber sido enviado por Yahvé-Dios, al que llamaba su Padre y nos lo ofrecía como Padre nuestro.
Esta comprensión de su persona unida a Dios, y de lo que dijeron las Escrituras de Él, les llevaría a invocarlo como “Señor”, participando del señorío, del reinado, de la victoria de Dios. Por eso, como Tomás, podemos también nosotros invocarle así: “Señor mío y Dios mío”. De Jesús nació entonces esta bienaventuranza: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Bienaventurados nosotros que para creer nos basta el testimonio apostólico que continúa vivo en la comunidad de sus discípulos. En esta comunidad seguimos reconociéndolo vivo al partir el pan y al impartirnos su paz y su perdón. Este es el sentido del reunirnos la comunidad para la celebración de la eucaristía y los sacramentos, desde donde recibimos la misión de hacerlo vivo y presente entre nuestros hermanos, presencia de su divina misericordia en el mundo.