La Fiesta de Dios: El Dios vivo, Comunión de Vida y Amor
En la historia de la humanidad, las culturas y religiones, hacen experiencia de lo sagrado y lo profano, lo santo y lo impuro, los espíritus malignos y benignos, los dioses en orden jerárquico con una divinidad o dios supremo, la esencia divina participable en el cosmos hacia la que trascender, distinguen entre verdad esencial y apariencias, conocen la iluminación, la liberación del ego (yo) para convertirse en unidad con todo y la trascendencia, no sólo más allá de las apariencias sino también de toda dualidad… Son caminos recorridos desde los seres humanos hacia lo divino en que se trascienden.
En ese esquema de comprensión religiosa de la vida del hombre sobre la tierra, se manifestó una experiencia de lo divino diferente, experiencia que se hizo en el tiempo y condicionó la historia de Israel entre los pueblos de la Media Luna fértil, y que continuaría en la historia que hicieron los discípulos de Jesús, abriéndose a todos los pueblos de la tierra. ¿De qué experiencia hablamos?
Se trata de una experiencia de lo divino que se dio, primero, en una cultura antigua de nómadas, como la de Abrahán. Aquel nómada intuyó la presencia de un Dios que no radicaba en santuarios ni en cuevas, cumbres o manantiales, sino como la de Alguien que caminaba con él, entraba en relación personal y reclamaba su atención y confianza, precisamente forma de vivir. Quizá ya posteriormente, esta experiencia se entendió como de amistad y compromiso, predilección y promesa. Al menos fue una relación personal con su Dios que le hizo soñar con una gran descendencia y una tierra buena que diera sus frutos. El nómada Abrahán intentó corresponderle lo mejor que supo, según costumbres religiosas de su entorno, creyendo deber suyo ofrecerle el primogénito Isaac. No sabemos cuándo, pero en la historia bíblica se abrió paso la idea de un compromiso o una alianza, entre Dios y el hombre.
Descendientes de Abrahán, bajaron a Egipto por carencia de alimentos y se instalaron allí al servicio de los egipcios. Estos abusaron de ellos y los oprimieron. La antigua experiencia continuó en esta experiencia posterior, unida al nombre de Yahveh: la salida de la opresión de Egipto. El Éxodo fue para ellos el redescubrimiento de un Dios vivo, que escuchaba el clamor del pueblo, y que intervenía en favor de ellos. Al comienzo era uno entre los otros dioses (henoteísmo). Pero, de nuevo, acontecía un compromiso, una alianza personal, en que Dios se comprometía con ellos. Dios era alguien que se dejaba afectar por los sufrimientos de los hombres y quería su liberación.
Las tradiciones de los patriarcas antiguos y las de la salida de Egipto, se fueron contando de generación en generación. El sabio escriba que escribió el libro del Deuteronomio conocía estas tradiciones y se pregunta: “¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor [Yahvé], nuestro Dios, siempre que lo invocamos? … ¿Sucedió jamás algo tan grande como esto o se oyó cosa semejante? … ¿Intentó jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos y prodigios…, como todo lo que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto ante vuestros ojos?” (Deut 4,7.32.34).
Esta libertad, personalidad, dinamismo, compromiso, alianza de Dios con el ser humano, su criatura, nos eleva a la dignidad de la libertad, del ser persona, con capacidad de respuesta y responsabilidad, incluso de alianza. Nos eleva a poder llegar a ser familia de Dios y familia humana en la forma de hijos y de hermanos. Fue una experiencia de co-pertenencia entre Dios y su pueblo, Dios y su criatura humana elevada al diálogo en libertad con Él.
Pero si ese Dios, que se revelaba a Sí mismo personalmente a aquel pueblo, era el mismo Dios uno, y de todos, el Dios creador, como lo comprendieron enseguida los profetas del Exilio y después del Exilio, no debía haber otro Dios (ahora sí: monoteísmo). Y, además, si se nos había revelado capaz de entrar en comunión personal con nosotros, Él mismo debía ser Comunión y Vida, tal como nos lo reveló Jesús de Nazaret, como la comunión de un Padre con su Hijo en el Espíritu que les une.
Lo conocimos así, como una trinidad de relaciones personales, como Comunión de Vida y Amor. Jesús, el Hijo, con su humanidad nos elevó a hijos de Dios y hermanos entre nosotros, abiertos a todos los pueblos de la tierra. Es el mandato misionero: “Id y haced discípulos, dirigiéndoos a todos los pueblos de la tierra, consagrados, enamorados del Dios vivo y amante. Ofrecedles el nuevo nacimiento del Bautismo como hijos de Dios y hermanos entre ellos. Y sabed que yo estaré con vosotros, mediante mi Espíritu, sosteniendo esta experiencia del Dios de amistad y de fidelidad hacia toda criatura, y de fraternidad entre vosotros”.