Dios, un nuevo comienzo para el ser humano de cada tiempo.

Han pasado muchos años, siglos, de la vuelta del pueblo de Israel a Jerusalén, después de su deportación al exilio de Babilonia, y aquel nuevo comienzo aún funda esperanzas en otros momentos en que vuelven a desmoronarse las esperanzas, bajo nuevos imperios como los helénicos por los siglos III-II a. C. Un escrito con el nombre de Baruc lo evoca: Jerusalén, contempla a tus hijos: el Santo los reúne de oriente a occidente, y llegan gozosos invocando a su Dios. A pie tuvieron que partir, conducidos por el enemigo; pero Dios te los traerá con gloria, como llevados en carroza real.

Asociados a aquella vuelta del exilio están el desierto, el camino y el allanar el camino de vuelta, realidades que se convirtieron en metáforas de la vuelta o conversión a Dios, de su gracia salvadora y de todo lo que había que cambiar en el hombre para el reencuentro con su Dios. El profeta llamado el Segundo Isaías, al final de aquel destierro de Israel, compuso un libro de consolación (“consolad, consolad a mi pueblo”) en el que se lee: “Una voz grita: ‘En el desierto abrid camino a Yahvé. Que todo valle sea elevado y todo monte rebajado, lo escabroso se allane… Se revelará la gloria de Yahvé y toda carne a una la verá’.” ‘Carne’, en sentido bíblico, es la condición humana frágil, que como hierba y flor se marchita, pero la Palabra de Dios permanece y es promesa de salvación.

En el libro de Baruc hoy vuelve el mensaje de esperanza con las mismas y otras metáforas: “Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción que llevas, y viste las galas perpetuas de la Gloria que Dios te concede… Dios ha mandado rebajarse a todos los montes elevados y a todas las colinas encumbradas, ha mandado rellenarse a los barrancos hasta hacer que la tierra se nivele, para que Israel camine seguro, guiado por la gloria de Dios. El autor quiere levantar la esperanza en siglos bajo ocupación pagana, helénica esta vez.

Las metáforas vienen, pues, de antiguo. Su significado es: Dios por su gracia, y por su voluntad de salvar a sus criaturas, quiere facilitar su camino de vuelta hacia Él. A nosotros se nos pedirá también facilitarle el camino, retirar los impedimentos que dificultan el pronto encuentro con Dios. Juan el Bautista recupera las metáforas con nuevos énfasis. Él se comprende a sí mismo como aquella voz anunciada por Isaías, que, desde el desierto de Judea junto a la depresión del Jordán, ha de gritar el nuevo comienzo, el reinado de Dios y su Mesías Dios. Y de las metáforas pasamos a la realidad.

Juan grita realmente desde el desierto, el mismo al que se habían retirado muchos moradores (los esenios y habitantes de Qumrán), a la espera de un nuevo éxodo (el paso del Jordán) y un nuevo comienzo de Israel con la venida del Mesías. Y ante esas expectativas pide conversión y que la expresen con el ser bautizados en el Jordán. Las metáforas ahora se aplican a nosotros, para que facilitemos a Dios el camino de vuelta hacia Él: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas rebajados… Y toda carne, todo ser humano, verá la salvación de Dios”. Dios lo quiere. ¿Tú lo quieres? Es una llamada a la conversión ante la llegada del Mesías con el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios bajado a nuestra humanidad. Dios da siempre el primer paso y allana el camino. Ahora nos toca a nosotros allanarle el camino.

Si la palabra de Dios permanece para siempre, su voluntad es clara, la salvación de sus criaturas humanas, es una promesa que no fallará. Dios lo quiere, pero el hombre lo ha de querer. Ahora bien, sólo que Dios lo quiera es una gran esperanza, contamos con toda su ayuda y benevolencia, estamos “salvados en esperanza” (spe salvi); pongámonos en camino, allanemos el camino. Para facilitarle a Dios el encuentro con Él, por nuestra parte, viene la conversión, desandar el camino por el que nos alejábamos de Él y de los hermanos, derribar las barreras que nos separaban. Para facilitarle el encuentro de Dios con los otros, por nuestra parte, ha de estar el testimonio, el buen ejemplo, la coherencia de nuestras vidas con la alegría del Evangelio; que eso les lleve a preguntarse, por qué esta mujer, por qué este hombre actúa así, con tanto amor, con tanta ternura, paciencia y mansedumbre, por qué en medio de la aflicción no pierde la paz.