La fiesta del Dios de Jesús
La fiesta del Dios de Jesús, el Dios de todos, revelado como un Dios particular, para que todos
lo pudieran creer amándolos singularmente a cada uno: absolutamente cercano hasta ser más
íntimo a nosotros que nosotros mismos y, a la vez, absolutamente elevado que nos eleva a la
plenitud de la humano en Él y como Él.
¿Cómo hablar del Dios uno, que sostiene este universo y a los seres humanos en él, si no
hablamos de unidad y diferencia? Dios es uno, el Creador, pero unión de unidad que incluye
con sus criaturas y en Él. Unidad de Comunión en la Diferencia. Por
eso hablamos de Dios como el Padre de nuestro Señor Jesucristo en el Espíritu Santo que les
une y nos une a nosotros con Él.
No entendemos cómo es eso posible, pero lo creemos y lo profesamos con este lenguaje:
Unidad esencial de las tres divinas, es un decir, porque no se dividen incluso
cuando en una persona humana, como Jesús, nacido de María, lo encontramos presente como
Dios-con-nosotros. Ni tampoco se divide cuando en el Espíritu Santo, Dios-en-nosotros, nos
habita, nos une a Él y nos convoca a la comunión entre los hombres.
Son conceptos para una experiencia de Dios que se hizo en un tiempo antiguo, hacia el
siglo VIII a. C., cuando se admiraban por cómo podía ser ese Dios que se estuvo revelando al
pueblo.
Recordando las tradiciones del Sinaí y Éxodo de Egipto, exclamaban con admiración:
“¿Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al
hombre sobre la tierra; pregunta desde un extremo al otro del cielo… ¿escuchó algún pueblo,
como tú has escuchado, la voz de Dios, hablando desde el fuego, y ha sobrevivido? ¿Intentó
jamás algún dios venir a escogerse una nación entre las otras mediante pruebas, signos,
prodigios y guerra y con mano fuerte y brazo poderoso, con terribles portentos, como todo lo
que hizo el Señor, vuestro Dios, con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos?” (Dt 4,32-34.39-
40).
Y después de Jesús, ya San Pablo pudo expresar la experiencia de Dios de este modo:
“Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido
un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos
de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!». Ese mismo Espíritu da testimonio a
nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios
y coherederos con Cristo Jesús” (Rom 8,14-17).
Así que nuestra experiencia de Dios la tenemos vinculada a Jesús, el Cristo o Mesías de
Israel, no reconocido por los judíos, pero sí por sus discípulos, pronto llamados “cristianos”.
Para dar a conocer nuestra experiencia de Dios hemos de contar esta historia que gira en torno
a la persona de Jesús, nacida de mujer, y profesado como Hijo de Dios que nos hace hijos
adoptivos de Dios, mediante el Espíritu Santo que nos comunicó.
A partir de entonces, reconocemos a Dios como Padre nuestro y Padre de Nuestro Señor
Jesucristo, que se nos regala con la presencia de su Espíritu en nuestro corazón. No es una
teoría, es una experiencia.
A quienes compartimos esta experiencia, el Evangelio de Jesús nos recuerda e insiste que
Dios no quiere serlo, así, sólo para nosotros sus discípulos, que a él le importan todos los
pueblos, y en ellos cada persona. Por tanto, nos envía a sus discípulos a comunicar nuestra
experiencia de Él y hacer discípulos del Dios-Amor.
Hoy escuchamos en el Evangelio algo así:a todos los pueblos y haced nuevos
discípulos que hayan experimentado el Amor que les llega de Dios y les eleva a amar a los
No os lo quedéis para vosotros. Porque, entonces, es como conocerán todos que
Dios se les ofrece como Padre que los toma como hijos. Que Dios, en Jesús, se nos ofrece
como hermano mayor que va por delante y nos muestra el sentido de nuestras vidas. Que
Dios, en Su Santo Espíritu nos inunda y nos llena, nos inspira y nos fortalece para realizarnos en
nuestra mejor dignidad, la de Dios.