La Iglesia sobrevive a los templos cerrados o abiertos
La Iglesia sobrevive a los templos cerrados o abiertos
Reflexión cristiana. Parte 2.
- Valoración del hecho de vivir la fe sin las celebraciones comunitarias sacramentales y el sentido de la Iglesia y su visibilidad en el mundo.
2.1.- Esta es una experiencia nueva en la historia de la Iglesia. Nos referimos no a la expansión del virus hasta declararse una pandemia, sino al aceptar la Iglesia cerrar sus templos para la celebración de los sacramentos con sus fieles. Alguna vez se había dejado a una comunidad o región sin el acceso a los sacramentos por aplicación de la disciplina eclesiástica. Hoy aún, algunas comunidades cristianas no disponen de los sacramentos más que de tiempo en tiempo, por escasez de los ministros ordenados en sus territorios. Pero, ahora, con esta pandemia poco a poco, el cerrar los templos para la celebración de los sacramentos con los fieles ha llegado a ser una experiencia universal, que ha afectado hasta a la cabeza visible de la Iglesia, la Cátedra de Pedro en Roma y a las sedes episcopales y parroquiales.
No se ha dejado de celebrar la eucaristía donde han estado los ministros aun sin fieles, o con muy pocos y distantes, y han venido en ayuda los medios y redes sociales de comunicación a distancia para su transmisión al pueblo de Dios. Aquí hay que valorar la creatividad de los miembros de la Iglesia y el redescubrimiento de la Iglesia doméstica familiar o en la soledad de la oración de un bautizado, confinado en su casa. Y desde la luz de la fe hemos debido valorar cuanto significa la “comunión de los santos” más allá de la contigüidad física presencial.
Ha sido una experiencia puntual durante un breve tiempo de meses, aunque puede volver a producirse en otro momento que se hiciera necesario. Se trataba de la salvaguarda del valor supremo de la vida, que Dios quiere para sus criaturas humanas. Es verdad que hay momentos en que el creyente, en seguimiento de Jesús y su Evangelio, puede elegir perder la vida para ganarla (cf. Mc 8,35), o no temer a lo que o a los que sólo pueden amenazar su vida corporal y no pueden destruir su dignidad o su ser personal que sólo pertenece a Dios (cf. Mt 10,28), o llegar a entregar su vida por aquellos a los que aman, lo merezcan o no, por la salvación de los otros (cf. Jn 15,13).
Pero no eran éstas la circunstancia que hemos vivido y podemos volver a tener que vivir. No se trataba de salvar la vida de otros entregando mi vida, aunque algunas personas como médicos y trabajadores de servicios esenciales para la vida y la salud, puedan haberse visto abocadas a ello, sin buscarlo por sí mismo. Aun así, agradeceremos y admiraremos siempre su vida entregada por la salvación de las vidas de sus semejantes.
Ahora, más bien, se nos pedía conservar nuestras vidas, confinados en aislamiento para no perjudicar a otras vidas. No era por miedo a ser contagiados, lo que humanamente se entiende, sino para no ser motivo de contagio para los demás aun sin saberlo, y poder, así, ayudar a frenar la expansión del virus, que ponía en peligro muchas otras vidas humanas y saturaba los sistemas sanitarios y asistenciales de mayores. El hecho ha sido el confinamiento de los ciudadanos en sus casas o lugares de acogida, mediante el instrumento constitucional del “estado de alarma”. Ante ello, la Iglesia ha aceptado colaborar con la sociedad siguiendo la normativa sucesiva del Gobierno legítimo, lo que le ha supuesto esta experiencia nueva y universal en su historia de vivir la fe sin la celebración comunitaria de los sacramentos.
2.2.- La Iglesia y su autoridad ante la autoridad de la ciencia y del Gobierno. Esto tiene un gran significado: la Iglesia asume vivir en un contexto secular en el que ella no tiene plena autoridad, obedeciendo a las autoridades civiles legítimamente constituidas; y, además asume la objetividad de los datos científicos y métodos hasta el punto que se adapta a la situación de crisis sanitaria y de emergencia que aquéllos documentaban. Y, en cambio, su autoridad y servicio específico como Iglesia no ha desaparecido ni disminuido en la presente situación. Esto es algo ahora coherente, teológica y pastoralmente, para una Iglesia que se autocomprende desde las claves del Concilio Ecuménico Vaticano II: el valor secular y creacional de las realidades terrenas y el valor de la presencia redentora de la Iglesia, que ofrece a Jesucristo “luz de los pueblos”, como su “sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).
¿Por qué decimos que, aun con los templos cerrados a la asamblea del Pueblo de Dios, en obediencia a las autoridades civiles y sanitarias, la Iglesia no ha perdido su autoridad? Porque su autoridad se ha ejercido en el discernimiento de las normativas civiles y los criterios sanitarios a la luz de la voluntad de Dios para el momento presente. Ha sido, pues, obediencia a la voluntad de Dios en el presente. Y no ha faltado el servicio redentor, agente de unión con Dios y de los hombres entre sí. La salvación redentora y liberadora, que Jesucristo resucitado y su Espíritu ofrecen en la Iglesia, no ha dejado de proponerse en su ser lo que es, el Pueblo de Dios que peregrina en los tiempos respectivos de la historia humana de camino hacia el Padre, aun cuando ha debido asumir libremente determinadas limitaciones en su ejercicio pastoral.
2.3.- La pregunta adecuada. Necesitamos una reflexión teológica de fondo. La pregunta adecuada no sería esta: ¿Qué hace Dios o qué hacen los cristianos, la Iglesia, en tiempos de pandemia? Sino la pregunta adecuada sería la pregunta por el “ser y estar” de la Iglesia, por el ser y estar de Dios: ¿Qué es la Iglesia y dónde se la encuentra? ¿dónde está viva y para quién vive si no es para Dios por servir a los hombres?
Han salido muchas respuestas y muchos videos visibilizando muchísimas “obras de misericordia” que estaban haciendo los cristianos, los religiosos y religiosas, los sacerdotes, obispos y Papa, mediante sus Cáritas u otras organizaciones de la Iglesia para el ejercicio de la caridad. Eso ya lo sabíamos: se nos critica o se nos valora por lo que “hacemos de útil”, por lo que hacemos o dejamos de hacer al servicio de la sociedad. Pensamos que exponiendo cuánto hacemos de bien podemos ayudar a los no creyentes a que respeten la Iglesia y hasta que se sientan atraídos por la fuente de tanto bien. Recordemos el “mirad cómo se aman” (cf. Jn 13,35), “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,20), “si no amáis al prójimo que veis no digáis que amáis al Dios que no se ve (cf. 1Jn 4,20).
Así lo manifiestan los medios de comunicación propios de la Iglesia informando de tanto bien como hace con grandes cifras, porque el mundo valora los números. Los cristianos tenemos la tentación apologética de defender ante el mundo la ingente aportación de la Iglesia en beneficio de las sociedades donde vive, y acabar valorándonos sólo por lo que “hacemos”.
Nuestra mirada ha de ir al centro, a lo nuclear, a lo esencial, incluso, a lo que, los ojos del mundo, es inútil: ¿Ha estado y ha respondido la Iglesia al momento presente de gran necesidad y sufrimiento? Y hay que contestar que sí, y no sólo por el ingente servicio que hemos realizado en nombre de la caridad cristiana que nos urge por el amor de Dios que se nos reveló en Jesús y su Evangelio. La fe nos dice que no ha faltado ni ha fallado la Eucaristía diaria, la Palabra de Dios proclamada y vivida, no sólo en la sobresaliente figura compasiva e iluminadora del Papa Francisco con sus palabras y gestos, sino también en todas las Iglesias particulares, donde no ha dejado de ofrecerse diariamente la eucaristía, aun con los templos cerrados, y, ante el sufrimiento que nos alcanzaba, los creyentes han aportado su oración y sus obras de misericordia.
2.4.- El servicio de la Iglesia al mundo. ¿Cuál ha seguido siendo el núcleo del servicio de la Iglesia en el mundo que no ha podido faltar? En primer lugar, Jesucristo resucitado, el único y eterno sacerdote siempre actual, celebra permanentemente sobre el mundo su Eucaristía al Padre. La ofrenda de sí mismo por la vida del mundo no ha cesado en ningún momento, aunque no tomáramos conciencia de ello. Antes, durante y después de las puertas cerradas de los templos, Él es el único sacerdote y la única eucaristía, a saber, la entrega y acción de gracias al Padre por nosotros.
En segundo lugar, Jesucristo hace partícipe de su sacerdocio a toda la Iglesia. Es lo que se llama: Sacerdocio universal de los fieles. Los redimidos por Jesucristo “ofrecen a Dios, por medio suyo, en todo tiempo y lugar, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de vida de unos labios que ‘bendicen’ con su nombre” (Heb 13,15).[1] Se trata de un sacerdocio no pagano ni judío, que antiguamente ofrecía víctimas a las divinidades o a Dios; sino un sacerdocio reinterpretado y realizado por Jesucristo en toda su vida, muerte y resurrección, y concentrado en el gesto de su última cena con sus discípulos, cuando iba a entregar su vida para la vida de los hombres.
Es la misma acción de gracias al Padre y entrega de sí (Eucaristía) para la vida del mundo, la que hace ahora todo el pueblo creyente, y que se actualiza en los numerosos hermanos, para cada tiempo. En esa Eucaristía viva del pueblo creyente esparcido por el mundo, Jesucristo mismo sigue ofreciendo su vida al Padre ahora con todo su Cuerpo que es la Iglesia. Esta liturgia sacerdotal de todo el pueblo de Dios no se limita a la alabanza y la adoración, sino que tiende a abarcar toda la vida del cristiano. Por eso dice Pablo: “El verdadero culto divino, el culto según la voluntad divina y la razón humana creyente” (logikên latreia=culto según el Logos divino y humano), consiste en entregarse a sí mismo en favor de los hermanos, en todos los ámbitos en que desarrollamos nuestra propia existencia, como verdadera ofrenda al Padre, “como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios” (Rom 12,1). Es el sacerdocio universal que se realiza en el mundo mediante el servicio y entrega de los cristianos.
En tercer lugar, Jesucristo hace partícipe de su función sacerdotal como cabeza del cuerpo de la Iglesia a unos determinados discípulos, enviados a anunciar su Evangelio y a reunir y convocar a la comunidad de fe, en nombre suyo: Son los sacerdotes, presbíteros u obispos, que presiden la asamblea eucarística y celebran el Sacramento de la última cena del Señor, la Eucaristía. Estas Eucaristías diarias presididas por los sacerdotes no han dejado de celebrarse aun con los templos cerrados sin fieles. En ellos se concentraba la Iglesia y hacían su ofrenda personal “en representación de” la de sus comunidades de fe. Y muchos abrieron su celebración a los fieles mediante los medios técnicos a su disposición.
Los fieles, en el mismo momento de la celebración se unían con su atención, escucha y oración, y vivían su comunión espiritual, a la espera de la comunión sacramental, como nueva experiencia de “ayuno eucarístico” por amor a los que enfermaban y morían y en solidaridad con los que trabajaban por la salud, con los que estudiaban y gobernaban la crisis, y con los que servían al sostenimiento vital de todos los ciudadanos.
Este ser constitutivo de la Iglesia, a lo largo de todos los tiempos y en todos los lugares, no ha disminuido sino ha estado siempre vivo al servicio de la redención del género humano. La “comunión de los santos”, la comunión entre los bautizados, no ha faltado a pesar de no poder visibilizar la unión física de los convocados a formar parte de comunidades concretas.
2.5.- Una mirada integradora y positiva a la Iglesia en el confinamiento. Nos toca ahora no caer en algunas polarizaciones que en este tiempo han ido apareciendo en los medios y redes sociales, en reflexiones y conversaciones. La oposición entre la vida testimonial del creyente y la vida sacramental. Entre la Iglesia orante y celebrante y la Iglesia servidora y misionera. O entre lo personal y lo social. Entre la función ministerial de los que recibieron su ser y misión por el sacramento del Orden, al servicio del Evangelio y las comunidades, y el pueblo sacerdotal laical con la riqueza de ministerios y servicios en la comunidad. El Reinado de Dios sigue actuando en el Pueblo de Dios que es la Iglesia, pero también más allá de sus signos sacramentales y los límites de pertenencia eclesiales.
¿Y qué decir aún sobre la visibilidad de la Iglesia en estos tiempos? Son muchos los cristianos que comunican que han frecuentado más que nunca los tiempos de oración. Algunas familias han reservado en sus casas el rincón para reunirse en oración. Muchos han sido fieles a las celebraciones eucarísticas retransmitidas por los canales de televisión o en las redes sociales, celebradas por los presbíteros u obispos en sus templos. En la Comunidad Valenciana, entre otras transmisiones televisivas, ha tenido una gran acogida la retransmisión de la misa en valenciano por el canal autonómico. Muchos sacerdotes, catequistas y laicos han ido llamando por teléfono o telemáticamente a los miembros de la comunidad de fieles y han enviado propuestas sugerentes para la oración, la catequesis, las reuniones de formación y apostolado por modos no presenciales.
Muchos cristianos y sacerdotes se han volcado en los voluntariados de Cáritas y otros instrumentos para atender a los que iban cayendo en extrema necesidad. Han abundado comunicados oficiales y compasivos de nuestros obispados y del Obispo de Roma que no han dejado de animar y visibilizar la Iglesia ante los medios. La misión educativa y sanadora de la Iglesia desde sus instituciones académicas y sanitarias no han dejado de estar activas, reinventándose en modos tecnológicos diferentes de ofrecer sus servicios. Las puertas cerradas de los templos han sido también signos interpelantes para abrir la mirada hacia una Iglesia viva que mantenía sus puertas abiertas. Todo esto no habría que olvidarlo cuando volvamos a los templos con las puertas abiertas para que éstas no dejen de ser también un signo luminoso de una Iglesia samaritana y servidora.
[1] “Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido en posesión para que anunciéis las grandezas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1Pe 2,9). “Os exhorto […] a que presentéis vuestros cuerpos [vuestras vidas] como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rm 12,1).