La vid y los sarmientos. Una alegoría, que da para mucho.

En la alegoría de la vid y los sarmientos, el labrador y los frutos, Jesús se describe como la verdadera vid y a su Padre como el labrador; nosotros somos los sarmientos que si no permanecen unidos a la vid no dan frutos, se secan y se destinan a la poda y a ser quemados. Antes de Jesús, el pueblo de Dios conocía un canto de amor a su viña: “La viña del Señor es la casa de Israel” (Is 5,7; Sal 79,9-20). Ahora se nos revela una mayor concreción que culmina aquella pedagogía divina: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos” (Jn 15,6). Luego nos insiste en permanecer en Él para dar fruto abundante, “porque sin mí no podéis hacer nada”, acaba diciendo.
La verdad es que, sin Jesús, podemos hacer muchas cosas; pero, si dice que no podemos hacer nada, se referirá a nada de lo que es decisivo para la vida humana en la tierra. ¿Qué es eso, cuál es ese fruto abundante, que sin permanecer unidos a Jesús no se da?
La luz nos viene de la Palabra que el Padre nos ha enviado y nos ha dirigido en Jesús: amaos unos a otros, como yo os he amado; perdonaos como el Padre os ha perdonado; sed misericordiosos como el Padre es misericordioso; haceros prójimos del caído en la cuneta de la vida, sed luz y sal de la tierra… Estos son los frutos que, sin estar unidos a Jesús y permanecer en su amor, no conseguiremos dar. Y si es verdad que sin permanecer en su amor no podemos hacer nada de lo decisivo para la vida, será que esto es para lo que nacimos, para lo que Dios nos llamó a la existencia, nuestra vocación o el destino del hombre. Existimos para amar, perdonar, hasta ser compasivos y misericordioso, aliviando las cargas de los demás. Es nuestra dignidad humana, amar libremente y agradecer ser amados.
Todos no alcanzan aún a verlo así. Incluso, a veces, hasta a nosotros nos sale antes el instinto de supervivencia: primero nosotros, primero los míos; lo siento por los otros, primero mi familia, primero mi nación, primero los nacionales… Incluso algunos personajes de la actualidad lo sienten, lo viven y lo reivindican así, tan radicalmente, que mueven sentimientos, conductas y combates ideológicos sin escrúpulos de caer en la violencia. Primero yo y lo mío.
Quizá era necesario nacer con ese instinto para sobrevivir; pero crecer no es sino humanizarnos, aprender a ser “más humanos”, dar prioridad al otro, porque esto es lo que nos ennoblece y nos hace más humanos: cuando nos trascendemos a nosotros mismos, y llegamos a ser lo más que se puede llegar a ser; porque, entonces, tocamos lo divino, amar libremente como Jesús amó.
Este es el fruto adecuado al árbol genealógico humano, creado a imagen del Hijo eterno del Padre en la comunión de Espíritu. Esta es la dignidad con la que fuimos creados, llegar a ser más humanos, que es igual a ser más divinos, en comunión humano divina por gracia, por don y libertad, por participación y entrega. Esta es la dignidad a la que hemos de despertar y de la que nos hemos de hacer conscientes para vivirla en plenitud. Por menos, no hubiese merecido la pena crear a criaturas finitas, limitadas, pasibles hasta el sufrimiento y la muerte.
Dios no juega a arquitecto con las piezas prefabricadas de “Lego”, por grande que sea la creatividad que con estos juegos se puede alcanzar. Dios no compone ni fabrica al crear hasta el punto que podamos decir que debiera haberlo hecho mejor. Dios, al crear ama, no fabrica; llama a la existencia a personas capaces de entrar en relación y en comunión de amor.
Es coherente que Jesús diga: “Sin mí, no podéis hacer nada”. No es nada excluyente ni pretencioso. Es que el ser humano, todo ser humano, ha sido creado a su imagen, y nuestros frutos, los frutos adecuados a la persona humana, son los frutos que Él dio en su vida entera, desde su encarnación hasta su resurrección: “Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (1Jn 3,23).