No debemos desesperar de Dios

No debemos desesperar de Dios

Por no sufrir una segunda o definitiva derrota ante el poder de la injusticia y la muerte

 

Meditación del Retiro de octubre en San Lázaro. 18/10/2020.

Decíamos en el retiro anterior:

Ahora, una nueva seriedad nos pide no rebajar las exigencias de nuestra fe, no abdicar de que todo Dios se nos ha comunicado en Jesucristo como su Hijo, nacido de María. Pero así, con nuestra fe en Jesús, Dios encarnado para la redención de lo humano, la novedad es ahora, con esa fe, amar al no creyente, hacer “camino” con él, y esperar con él que el camino que hacemos pueda ser una “peregrinación” hacia alguna parte, al misterio que envuelve nuestra vida; o, llamémosle como Jesús, a la casa del Padre. Mientras tanto, aunque nuestro compañero de camino no acepte el sentido de nuestra peregrinación, hacerle experimentar nuestra fraternidad, por si despertara algún día y se abriera al Padre común que nos hermana.

En nuestros intentos de acercarnos a los no creyentes, más pronto que tarde nos saldrá el problema del sufrimiento de los inocentes, o la muerte de los inocentes, por guerras, hambre o enfermedad, lo que se da desde niños hasta mayores, desde personas hasta pueblos; son muchos los casos en que se plantea el problema. Cuenta Halík que un ateo necesitaba maldecir a Dios por la muerte de su nietecita. Lo hizo con esta expresión: “Eres un verdugo con garras sangrientas, yo te maldigo”. El sufrimiento de los inocentes ha derramado lágrimas y tinta en tantos escritos desde libro de Job hasta La peste de Camus. Es la raíz de mucho ateísmo que luego racionaliza, con argumentos científico-filosóficos o prácticos, que Dios no puede existir. En el fondo dicen que más bien no “debe” existir, no debería existir, no merece existir ante lo que vemos.

En otras ocasiones os he recordado el testimonio de Claire Ly,[1] budista en Camboya en los tiempos de la dictadura comunista de Pol Pot, y su necesidad de gritar al Dios de los cristianos, para aliviar la crueldad del campo de concentración, cuando aún no conocía a Dios ni creía en su existencia, sólo había oído habla de Él en su infancia. Luego, cuando pudo salir a Francia, buscó conocer a ese Dios cristiano y sin dejar la sabiduría budista pasó a creer en el Dios de la historia que salva y redime en su Hijo Jesús. Gritar a Dios es ya tenerle en cuenta aun si no se cree en Él o se le rechaza.

Desde otra perspectiva, un filósofo judío, E. L. Fackenheim, decía que después de Auschwitz, los judíos tenían la obligación de no desesperar de Dios para no darle una nueva victoria póstuma a Hitler, que pretendió destruir la fe en el Dios vivo que pide cuentas del hermano. Desesperar de Dios es aceptar la victoria del mal y la injusticia en nuestro mundo. No debemos desesperar de Dios para no sufrir una segunda y definitiva derrota ante el poder del mal sobre los hombres.[2]

Aquí es donde encaja bien la expresión: la paciencia con Dios.[3] No desesperar de Dios cuando experimentamos la victoria del mal o la frustración de nuestras aspiraciones más hondas o valores fundamentales.

Creyentes y ateos podemos estar de acuerdo en que ese verdugo con garras sangrientas no existe ni merece existir. Pero, ¿le ayudaría al ateo la idea de que la muerte de su nieta es un absurdo sin ningún sentido? ¿Le bastará si le decimos que deberá conformarse con el criterio médico de que su nieta llevaba un proceso cancerígeno irreversible? ¿Le consolará pensar que hay muchos otros casos semejantes y que abandone pensamientos como “por qué a mí”, que sea objetivo y positivo con lo que le deja la realidad? En cambio, ¿qué posibilidades se le abren si se toma en serio su grito de maldición a Dios y acepta la posibilidad de un Dios que le escucha y comprende su dolor? Ese es el Evangelio de Jesús, crucificado y resucitado.

Vuelve el tema de cómo nos imaginamos a Dios, con sus posibles intervenciones omnipotentes. Lo mejor será imaginar menos y persistir en la escucha del Evangelio de Jesús cuya vida entera es la revelación de cómo es Dios.

1.- Halík, siguiendo al Evangelio y a lo que contemplamos en la vida, no necesita imaginar un Dios intervencionista: “El cristianismo no anuncia después de todo a un Dios que nos garantice una vida sin padecimientos y nos dé una respuesta satisfactoria e inmediata a todas las dolorosas preguntas, que el sufrimiento despierta en nuestros corazones; no nos promete días con los que no alternen las noches. Nos asegura solamente que hasta en las noches más cerradas está con nosotros, para que esa misma certeza nos dé fuerza, no sólo para aguantar la oscuridad y su peso, sino para ayudar a soportarlo también a los demás, especialmente, a los que por sí mismos no escucharon o no aceptaron dicha certeza de la fe”. (pág. 121).

2.- Algunos que se dicen ateos, pero tan sólo reprimieron compulsivamente su fe infantil, a veces les asalta el miedo a ser castigados por Dios por aquel abandono de la fe. La idea del mal que sufrimos como castigo de Dios pertenece a la religiosidad primitiva y cósmica, también sobrevive en muchas mentes cristianas, y nos alcanza hasta la actualidad en tiempos de pandemia. Hay una novela intranscendente que se titula Maldito Karma. La expresión karma viene de la sabiduría o religiosidad oriental. Se cree que la mala conducta acumula un karma malo que se paga con una reencarnación en un ser vivo inferior hasta que se purifique y pueda volver a acceder a vidas superiores. La protagonista se rebela contra esta ley del karma que le condena a verse ahora hormiga. Tan diversas creencias coincidiendo con la explicación del castigo divino. No es porque a los occidentales no les guste la idea del castigo de Dios, por lo que debemos abandonarla, sino porque es desconocimiento del Evangelio de Jesús pensar que los males que sufrimos son castigo de Dios. Luchó mucho Jesús por cambiar esa imagen.

3.- Hay otra imagen religiosa infantil que sugiere que, sea como sea, estamos protegidos por ángeles que nos guardan de noche y de día, consolador empedernido que nos dice que “todo va a salir bien”;[4] lo hemos querido escuchar mucho en estos tiempos del confinamiento. Pero habiendo salido del confinamiento hemos visto que siguen sin salir bien las cosas, y que aparecieron muchas consecuencias serias que hay que afrontar aún. No podemos decir que a alguna gente no le vaya bien verse con pensamientos y acciones positivas. Hay muchos libros de autoayuda que “funcionan”. Y es verdad que no debemos insistir en lo negativo de la vida para poder ver también lo positivo. Pero no es humano negarse a ver lo negativo; no nos haría más humanos.

4.- Vino a mis manos un libro cuyo título me sorprendió: La inutilidad del sufrimiento. Era un libro de autoayuda interesante. Pero el título venía a provocarme, entendía lo que quería decir el autor y en parte estaba de acuerdo; pero de algún modo venía en contra de mi experiencia vital: el sufrimiento ayuda a humanizarnos. Es cierto que hay que evitar el sufrimiento innecesario o el que se pueda evitar. Pero evitar el sufrimiento a toda costa nos deshumaniza. A la vida y al amor pertenece el sufrir; y, al asumirlo bien, puede ser reconvertido en algo bueno para el ser humano. Desde los antiguos griegos se conoce el binomio “aprender” y “sufrir”, o sufrir y aprender (Esquilo). Y, en la Carta a los hebreos, leemos: “Aprendió [Jesús], por todo lo que padeció en su vida, a obedecer [a responder como Hijo respecto de su Padre que le envió para nuestra salvación] (Heb 5,8).

5.- Además de la posibilidad de aprender con el sufrimiento que nos alcanza por nuestra culpa o sin ella, hay un misterio mayor, el misterio de la redención, el misterio de que el sufrimiento de algunos sirva para la redención de los otros. No en el sentido sacrificial de un pago de rescate que alguien nos exige. Es más bello lo que algunos cristianos o no tanto han comprendido y vivido: una solidaridad y ofrenda amorosa con los que sufren, de tal modo que se acepta sufrir con ellos y por ellos. Edith Stein, Simone Weil, entre otros muchos, asumieron dicho misterio de la redención, y se ofrecieron por unirse a la pasión de sus hermanos. Jesús nos reveló que ese fue el sentido de su vida y su muerte. Siendo como fue Dios, en la persona de su Hijo Jesús, esto significa algo muy luminoso para la vida de los hombres: vivir con y por los otros, aunque no sepamos cómo les alcanza nuestra ofrenda amorosa. Dios sí lo sabe, porque fue su modo de relacionarse y amar a sus criaturas humanas.[5]

El cristiano que ha madurado en su fe no explica el sufrimiento, sabe que hay muchas causas, unas que han dependido de libertades humanas y otras que dependen de la naturaleza en evolución, y en crecimiento y decrecimiento de los seres vivos hasta su muerte. El cristiano trata de combatir toda injusticia, pero no siempre puede y busca darle un sentido a su sufrimiento solidario. Sabe que Dios está en la paciencia de la fe y esperanza de aquellos que no se han dejado dominar ni vencer por el mal, ni siquiera en las circunstancias de cuando se sufre el mal, del lado de sus víctimas. Entonces la paciencia consiste en confianza y fidelidad en la respuesta de Dios.

La fe paciente puede “esperar” a que termine la noche del odio o de la injusticia o del dolor, y con ello prepararle al menos un camino al amor, aunque poco podamos acelerar la llegada del amor y la alegría. El cristiano puede rezar por el que sufre para que, si no puede superarlo con sus fuerzas ni con nuestra solidaridad, al menos reciba el don de la paciencia esperante.

***

Hay un ateísmo que nace de la “pasión”, de la herida del corazón, y lleva su búsqueda de la verdad, del sentido, de la justicia, del amor. Hay otro ateísmo de la “indiferencia”, que nace de sus seguridades científicas o vitales en cierta conformidad con lo que da de sí este mundo. Pero también hay una fe perezosa que se apoltrona en sus costumbres, ritos o seguridades. En tanto que la verdadera fe es una búsqueda de Dios, incesante y apasionada.

Descartando las seguridades y las perezas múltiples, nos quedamos con los “buscadores” creyentes o no creyentes. Ahí podemos encontrar y mostrar cercanía unos con otros, podemos ofrecer nuestra amistad. Con el anuncio de Jesús sobre la llegada del Reinado de Dios, nos estuvo revelando la cercanía de Dios o el Dios de la cercanía. Dios es cercano al ser humano, aunque éste no lo sienta así. Entonces se comprende el grito de dolor, la protesta o la oración angustiada o serena. El pelear con Dios es frecuente en la Biblia, desde Jacob, Elías, Job… hasta Jesús en el primer momento de su oración en Getsemaní. No debe escandalizarnos la protesta o el grito de dolor a Dios o incluso contra Dios. Ese echar las culpas a Dios, al menos, es no contentarse con el absurdo de esta vida, mientras se espera la respuesta de sentido de quien podría darla, aunque no se crea en Él. Es la primera apertura a su posible existencia.

Son imágenes de Dios las que se están rechazando, como no dignas de Dios ni dignas del hombre.[6] El relato del loco de Nietzsche que proclama con asombro y conmoción el acontecimiento del mundo moderno que declara que “Dios ha muerto”,[7] habla de un dios que debía morir, el dios en competición con el ser humano, que no permite la vida en libertad de los seres humanos. Pero ese dios, esa imagen de Dios, no sólo la mató la modernidad sino también el cristiano formado en el Evangelio de Jesús y en la fe de la Iglesia. El verdadero Dios quiere la vida y la libertad del ser humano, sólo nos advierte de su fácil peligro de deshumanización, cuando su libertad no crece para amar, sino para absolutizar su voluntad por encima de la de los demás.

El lamento de quien grita ¡Dios ha muerto!, mirando a nuestro alrededor es, de alguna forma, cierta fe en el orden divino del bien y la justicia. Es lo que motiva las conductas en favor del ser humano. Una vez desechado al “dios-cumplidor-de-nuestros-deseos”, queda abierto el camino de la paciencia esperante, que pueda entretanto abrirse a confiar en el Dios-Misterio y esperar en Él. De igual modo, la fe madura, ante la experiencia del sufrimiento de los inocentes ha de tomar en serio la experiencia de la tragedia y el dolor de la existencia humana, sin poder responder con fáciles consuelos, sino abrirse también al Dios-Misterio revelado en Jesús crucificado y resucitado.

¿Será Dios un desconocido por demasiado cercano a nosotros, según el Evangelio?

Por el altar “al dios desconocido” (Hch 17,23) quiso introducir el Evangelio, Pablo, a las élites intelectuales y religiosas de Atenas: les anuncia al que adoran sin conocerlo. El mismo Pablo indica que “en ÉL vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Este estilo de hablar puede encontrar adeptos en los nuevos movimientos religiosos actuales. Pero Pablo habla del Creador del universo, habla de la cercanía del Dios en su hijo Jesús crucificado y resucitado, el misterio pascual de la redención. Y éste resulta también ser muy desconocido para nuestros contemporáneos, ha acabado siendo “un extraño en su propia casa”, la de la antigua Europa cristiana. Es preferible seguir a este Dios desconocido que no a tantas divinidades o dioses conocidos, a los que adoran tantas gentes de nuestro tiempo, aunque en verdad no pueden salvar a los hombres.

El loco del relato de Nietzsche, con su anuncio de que Dios ha muerto, no viene a hostigar a los creyentes en el Dios de Jesús, sino a sus no creyentes, a los que andan tras tantos otros dioses, divinidades o ídolos perecederos, y en su consumismo, incluso religioso, no se conmocionan ya, instalados en su indiferencia, por haber eliminado al verdadero Dios vivo, verdadero desconocido para nuestro mundo. Y nos es desconocido porque lo buscamos en lugares inadecuados, en el variado supermercado religiosos, en los efectos especiales de poderes sobrenaturales, tras el cosmos como su fabricante, su ordenador o su reparador. “No lo vemos porque está demasiado cerca.

No es un ser lejano sobre nosotros, sino que es la hondura de nuestra vida, está en nuestro ser, en Él vivimos, respiramos, nos movemos y existimos. Lo que nos es más cercano fácilmente lo pasamos por alto. Pero Él no está en un lugar cerca. Él es la misma cercanía a nosotros” (147). En la pascua de Jesús crucificado y resucitado, Dios se ha identificado con todos nosotros. Hasta tal punto se nos ha hecho cercano, eternamente cercano, desde la experiencia que hicieron los discípulos de Jesús resucitado y su Espíritu, hasta la experiencia que hacemos del mismo Jesús y su Espíritu en cada Eucaristía.

El misterio de Dios, su cercanía, nos abrió el acceso a Él mediante acontecimientos y relatos que nos resultan paradójicos, en dichos de Jesús, en las parábolas, en el secreto mesiánico que pide tras sus acciones, en el conflicto provocado, en la pasión, muerte y resurrección, máximamente en la paradoja de la cruz. Nuestra mediación de hoy había comenzado contemplando el sufrimiento de los inocentes. Acabamos contemplando a Jesús crucificado, y ante esa máxima expresión del Dios amor y cercanía al ser humano, se nos pide que no vaciemos de contenido la cruz (1Cor 1,17), ni vaciemos de contenido al Dios que se nos muestra y nos ama en ella. No vayamos tras otros dioses o divinidades más soportables o más útiles, así lo puede parecer. No son, no sostienen, no salvan.

Al misterio del sufrimiento humano respondemos con el misterio del Dios crucificado por amar demasiado a los seres humanos, sin distinción entre justos o pecadores, puros o impuros, yendo más allá de sus propias leyes e instituciones religiosas. “La causa de la redención humana es la ofrenda de sí mismo que hace el Hijo de Dios hecho hombre hasta padecer la cruz, y nosotros aceptamos haber sido redimidos, rescatados, reconciliados, amados, salvados, por la fe. No es construcción nuestra, no es imaginación nuestra, no es proyección, no es huida del sufrimiento, no vaciamos de contenido el sufrimiento humano. Es por fe, por fe aceptamos este don inmerecido de la Gracia (162), y con él resistimos en nuestro humano vivir con esperanza y amor.

Hay un pasaje en una novela de Camus que cuando la estudié se me quedó grabado y siempre lo recuerdo a propósito del sufrimiento de los inocentes:

[El sacerdote Paneloux y el médico Dr. Rieux están atendiendo a los enfermos y coinciden ante un niño agonizando].

Paneloux: “Lo comprendo; esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender”.

Rieux: “No, Padre. Yo tengo otra idea del amor, y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados.”

Paneloux: “¡Ah!, doctor, -dijo con tristeza-, acabo de comprender eso que se llama la gracia”.

Rieux: Es lo que yo no tengo; ya lo sé. Pero no quiero discutir con usted: Estamos trabajando juntos por algo que nos une más allá de las blasfemias y de las plegarias. Esto es lo único importante”. […]

[…El Sacerdote] “a partir del día aquel en que había visto durante tanto tiempo morir a un niño, pareció cambiado”. [El sacerdote invita a que el Doctor acuda a oírle un sermón que dice ha preparado bien. Entre otras cosas sentidas dijo en el sermón: “No hay que intentar explicarse el espectáculo de la peste, sino intentar aprender de ella que se puede aprender”. […] “A decir verdad, no hay nada más importante que el sufrimiento de un niño, y el horror que este sufrimiento nos causa”. […] “Hermanos míos, ha llegado el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo todo. Y ¿Quién de entre vosotros se atrevería a negarlo todo?”.

Al salir del sermón, el Doctor Rieux habla con su amigo Taroux que le dijo: “Paneloux tiene razón. Cuando el inocente puede tener los ojos saltados, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar tener los ojos saltados. Paneloux no quiere perder la fe. Irá hasta el final. Esto es lo que ha querido decir en el sermón”.[8]

Dios quiso tener los ojos saltados en la crucifixión de su Hijo identificado con todas las víctimas inocentes de la historia. La fe nos dice que la resurrección de su Hijo Jesús es promesa de justicia y de vida para toda injusticia y muerte. Pero, mientras llega el día de la victoria de Dios, ahora se nos ha dado a conocer a Dios en la cruz y se nos pide no vaciarla de su contenido redentor, con-crucificados con Jesucristo y con todos los crucificados de la historia. Al menos, esta solidaridad e identificación del cristiano con los crucificados, puede que no la desprecien los ateos o agnósticos y se abran al misterio.

[1] Claire Ly, Revenue de l’enfer. Quatre ans dans les champs khmers rouges,  Éditions l’Atelier, Paris 2002.

[2] E. L. Fackenheim, “La voz imperativa de Auschwitz”, en La presencia de Dios en la historia, Sígueme, Salamanca, pp. 91-128.

[3] Tomás Halík, La paciencia con Dios. Cerca de los lejanos, Herder, Barcelona 2014. (Las págs. Que pongo entre paréntesis son de este libro.

[4] Frase de una persona inglesa del s. XIV, religiosa y mística (Juliana de Norwich, Libro de visiones y revelaciones, Trotta Madrid 2002): All shall be well, and all shall be well, and all manner of thing shall be well (“Todo irá bien, y todo irá bien, y toda clase de cosas irán bien), una de las frases más conocidas de la literatura de su época, citada en el siglo XX por el poeta T. S. Eliot en su obra Cuatro cuartetos (dentro del último cuarteto: Little Gidding). Sirvió igualmente como título a la primera novela de Tod Wodicka. Esta frase fue divulgada durante el confinamiento como mensaje civil y mensaje de autoayuda. Pero el fundamento de la frase es el amor de Dios. Si no fuera así, sólo sería voluntarismo, deseo incierto de que todo salga bien.

[5] “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar el mundo, sino para que el mundo se salve ‘por’ Él” (Jn 3,16-17).

[6] J. Vidal Talens, Un Déu digne de l’home, Saó, València 1988.

[7] Friedrich Nietzsche, La Gaya Ciencia, Madrid, Gredos, 2011; sección 125.

[8] Albert. Camus, La peste, Taurus, Madrid 1957, 162-171, esp. 171.

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