No hay amor más grande…
“Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea” (Hch 10, 25-26). Qué oportunas nos llegan estas palabras de Pedro, cuando contemplamos que nosotros sí que hacemos acepción de personas y no tratamos a todos con igual respeto por su dignidad humana. Es un tema candente ante la actualidad de las personas migrantes.
La carta de Juan nos dice: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,7-10), para liberarnos del pecado del mundo y pasarnos al reino de la gracia y el amor de Dios. Él nos ha “primereado” en el amor, nos amó primero, ha ido por delante, y nos atrae para ganarnos a su amor.
A la base de las tradiciones sabias de Pedro y Juan estuvo Jesús, que hoy nos dice: “permaneced en mi amor”. Sólo con el sabernos amados sin condiciones, sólo experimentando tan grande amor, sólo desde esta emoción de amor, alegría y paz interiores, puede pedirnos Jesús: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Es mucho como nos ha amado. Y si nos lo pide a nosotros es porque nos cree capaces de amar como Él, hasta la entrega de la vida para que el otro viva.
Y a la base de todo lo que Dios espera de su criatura humana está que Él nos ha regalado todo su amor. Porque Dios ha dado tanto puede esperar tanto. Por eso, Jesús hoy nos dice: “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos”; y “vosotros sois mis amigos”. Esto pertenece al amor mayor que podemos vivir, desde nuestra condición humana.
Tres fases fundamentales se dan en los grados de amor, sí, en el crecimiento humano en amor. Una es cuando amamos por el bien que nos aporta o esperamos nos aporte la otra persona. Otra, cuando amamos en reciprocidad, recibiendo y dando, acogiendo y aportando al otro, gozando y haciendo gozar, o padeciendo y compadeciendo empáticamente con el otro. Por fin, la tercera es cuando damos la vida hasta poder gastarla y perderla, precisamente para que el otro viva, que crezca en vida, aunque yo disminuya, o al menos, aunque disminuya mi yo, y para que disminuya mi ego.
En coherencia con todo su Evangelio, Jesús nos invita a dar vida, incluso a dar la vida por los que amamos y por los que podríamos amar, por cualquier ser humano simplemente por ser mi hermano.
Esta orientación del vivir humano hacia afuera de sí trascendiéndose, más allá de sí mismo, en el otro, y hasta en el más “otro”, ha de ser compatible con el amor a sí mismo, con el respeto a mi persona, con una sana autoestima, con el cuidado de la salud en su pleno sentido, con el cultivo de mis cualidades o potencialidades y con el cuidado de la tierra.
Falsas modestias, resignaciones, negaciones paralizantes, autoodio, autocastigos, masoquismo, etc., desgraciadamente, a veces, se han asociado al cristianismo. A veces, la vocación cristiana se ha confundido con un ideal o perfección al que someto mi vida; y nos hemos encontrado con bastantes cristianos que han enfermado de ansiedad o depresión por no alcanzar a dar tanto y empeñarse en ello. El perfeccionismo, en lo que tiene de sensación permanente de la propia culpabilidad; el victimismo, en lo que tiene de sensación permanente de que la culpa siembre es de los otros; no son ambos comportamientos sanos ni responden a la madurez cristiana.
Hoy cuando escucho a Jesús en un clima pascual, lo mismo que ya escuché en el jueves santo: amaos unos a otros como yo os he amado…, no puedo acogerlo como autoexigencia ni como deber, por mucho que le preceda la palabra mandamiento. Si se trata de un mandamiento nuevo, la novedad afecta al mismo ser del mandamiento. No sólo es nuevo porque se nos invita a amar como Jesús amó, sino porque si lo vivimos como Él, deja de ser un mandamiento que se me impone desde fuera de mí. Él amó desde el Espíritu de amor divino que le llenaba, y nos amó participándonos de su Espíritu, al consolar, al sanar, al fortalecer, al iluminar, al redimir lo mejor de cada uno.
Hoy es, pues, el Resucitado quien me confía su intimidad, su Espíritu Santo, y es coherente que rezume amor, y que el amor pida amor, y que se viva gozosamente como amor sin límites, la alegría propia de quien se sabe amado, capaz de amar sin poner límites al amor, desde la alegría y paz interior. No hay mayor amor que el del que ama en libertad y gratitud, en responsabilidad y comunión.
No tengamos miedo, Dios es amor, y nos ha primereado en el amor.