“¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho?”
“¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho?”
La viña del Señor comenzó siendo la casa de Israel, luego el nuevo pueblo de Dios convocado por Jesús, que llamamos Iglesia, pueblo de pueblos, para acabar representando a toda la humanidad en el tiempo y en el espacio. “Dios del universo, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña [estas tus criaturas humanas]. Cuida la cepa que tu diestra plantó y a los hijos de los hombres que tú has fortalecido… Señor Dios del universo, restáuranos, que brille tu rostro sobre nosotros y nos salve”.
Cuando Dios pregunta, ¿qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho?, es porque ha recibido la queja del hombre que le protesta no haber hecho bastante por él. ¡Cuántas veces hemos esperado más de Dios! Cada oración de petición de ayuda es esa espera. Podías, o puedes, hacer más. Y Dios, a su vez, hoy nos responde con su pregunta: ¿y qué más podía hacer por vosotros si respetaba vuestra libertad y vuestra condición de criaturas? No os podía forzar; no debía parar el mundo; aún espero mucho de mis amadas criaturas humanas. No me impuse; lo hice todo menos forzar vuestra libertad; ni fastidiar a otros por beneficiar a algunos. Os ayudé con los profetas y su luz, os ayudé de mil otros modos, y a vosotros os parecía poco o, incluso, rechazasteis a mis enviados.
Por fin, cuando nos envió a su Hijo, Jesús, no aprovechamos esta ayuda inmensa y aún le dimos la espalda, si no es que, como algunos hicieron, lo rechazamos. ¿Qué más podía hacer que no haya hecho, si debía respetar nuestra libertad y no destruirnos? ¿Quién tiene más derecho a quejarse, el hombre o Dios? Ay, ¡pregunta insidiosa que no nos hace bien!
Recuerdo un relato de los judíos jasidim que me llegó por Elie Wiesel que transcribo:
«“Hagamos un cambio, sé hombre, y yo seré Dios. Sólo por un segundo”. Dios sonrió con ternura y preguntó al hombre: “‘¿No te da miedo?”. “No, contestó el hombre, ¿y a ti?”. “A mí, sí”, dijo Dios. Sin embargo, accedió a su deseo. Se hizo hombre. El hombre tomó el lugar de Dios e hizo uso inmediatamente de su omnipotencia: se negó a volver a su condición anterior. Así pues, ni Dios ni el hombre eran lo que parecían ser. Pasaron los años, los siglos, eternidades, tal vez.
Y de pronto, estalló el drama. El pasado [la promesa incumplida por el hombre; había dicho: “sólo por un segundo”], para el hombre, y el presente [la impotencia del Dios en la finitud], para el Dios, eran cargas demasiado pesadas. Puesto que la liberación de uno estaba ligada a la del otro, reanudaron el diálogo, cuyos ecos nos llegan de noche, cargados de odio, de remordimiento y, sobre todo, de una nostalgia infinita».
Aunque sea sintiéndonos mal o dolidos por aquello que nos disgusta o rebela, deberemos volver a hablar con Dios. No; no somos dios; y aquel que es Dios de verdad quiso reconciliarse el mundo consigo cuando nos regaló su corazón, su amado, su Hijo humanado, a nuestro lado, identificado con nosotros en lo que nos duele o en lo que nos hace capaces de gozo; ahí, a nuestro lado.
Podemos seguir refunfuñando de espaldas o rebelándonos de cara, pero si pasamos de niños o adolescentes a “adultos” en la fe, veremos que es más sensato volver a hablarle a Dios, acoger un diálogo íntimo, el que nos salga con Jesús a nuestro lado, tratar de reconciliarnos con Él y orientar de nuevo nuestra vida para que dé los frutos deseados por nosotros y por Dios.
A eso nos invita hoy San Pablo:
“Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús.
Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis, visteis en mí, ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros.
(Is 5,1-7; Sal 79, 9-20; Flp 4,6-9; Mt 21,33-43). J. Vidal