¿Ver para creer? ¡Creer para “ver”!

Reconocer a Jesús resucitado pide superar el “ver para creer”, y pasar al “creer para ver”: creer el testimonio de una Vida que se mostraba, para «ver» lo que entonces acontecía y tenía que ver con mi vida.

En efecto, hubo un tiempo de los encuentros de Jesús resucitado con sus discípulos. Nos parecen algo extraordinario, pero los necesitaban para superar el escándalo que les suponía el hecho de morir Jesús en la cruz. Pensaban: «nosotros esperábamos que él fuera nuestro libertador, y ya veis donde ha quedado todo». Se dispersaron. Pero algunas mujeres y discípulos que permanecieron en Jerusalén y otros discípulos en Galilea, comenzaron a experimentar dicha presencia. Los discípulos reunidos en Jerusalén la experimentaron y se lo dicen a Tomás que no estaba. Éste no cree de buenas a primeras que Jesús ha resucitado de entre los muertos. Exige alguna prueba objetiva. No le basta que le digan que el sepulcro está vacío y que algunos le han visto.

Tomás somos nosotros, que también quisiéramos disponer de alguna prueba objetiva, para demostrar a los no creyentes que tenemos razón; pero solo tenemos el testimonio apostólico, que nos dice que ellos lo vieron resucitado, vivo.

Con todo, esto no es poco. El testimonio de los discípulos de Jesús es fiable y es creíble. Así es. El relato que nos habla de la aparición a los discípulos y luego a Tomás, nos indica que van convenciéndose unos detrás de otros; que no fue un efecto del entusiasmo o la ilusión engañosa; que hubo un tiempo para superar las dificultades, entre ellas la más importante: el escándalo de la cruz y su abandono. Esta dificultad mayor la superan con la presencia del Resucitado, que les da la paz y el perdón, reciben su Espíritu y los envía a perdonar.

Los relatos de las apariciones estos días nos sugieren que es el mismo Jesús quien les sale al encuentro, pero diferente, de otro modo del que se les mostraba antes de su muerte. Ahora no podían disponer de Él. Se les muestra como quien está subiendo al Padre.

En efecto, apenas es reconocido o identificado ya no les está disponible. Debían vivir ahora de la fe recobrada y no del milagro extraordinario. El tiempo de su comunicación es el mínimo suficiente para que recobren la fe que tenían, se consolide y, con la fortaleza del Espíritu Santo que les comunica, comprendan ahora cuál es su misión, la de sus discípulos sin él. Bastó su Espíritu para ver cómo crece la semilla del reinado de Dios que inauguró Jesús entre los hombres.

El tiempo de las apariciones no fue ni demasiado corto ni demasiado largo, porque no debía ser una ventaja con la que contar. Lucas ordena los hechos en cincuenta días hasta la fiesta de Pentecostés. Juan en una semana de ocho días. No importa la medición del tiempo. El tiempo de las apariciones acaba con el testimonio del Espíritu Santo y los apóstoles en la plaza pública y con vigor: “Dios ha resucitado a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis, y nos lo ha hecho ver”. Y este testimonio ya se dio a la vista de todos, en palabras y signos.

Las otras pegas que proponemos ya son nuestras y giran entorno a una, nuestra dificultad en imaginar qué realidad corporal de resucitado se les mostró: si vieron, si tocaron, si caminaron, si comieron con Él. Nuestra dificultad para imaginarlo no tiene solución. Sólo contamos con los relatos diversos que no se pueden armonizar entre ellos: unos dicen que sí a una cosa y otros dicen que no. Sólo contamos con el testimonio de los discípulos, tal como pudieron expresar el cambio que aconteció en sus vidas a causa de la inesperada presencia del Resucitado. Les sorprendió con su presencia y la calidad de su identificación: era Jesús, el crucificado y sepultado, identificable como el crucificado son sus heridas, el que ahora les salía al encuentro dirigiendo su palabra de paz hacia ellos, y les hacía comprender su haber sido enviado por Yahvé-Dios, su Padre, y que les enviaba a continuar su misión.

Esta comprensión de su persona unida a Dios, y de lo que dijeron las Escrituras de Él, les llevaría a invocarlo como “Señor”, participando del señorío, del reinado, de la victoria de Dios. Por eso, como Tomás, podemos también nosotros invocarle así: “Señor mío y Dios mío”.

De Jesús nació entonces esta bienaventuranza: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”. Bienaventurados nosotros que para creer nos ha bastado el testimonio apostólico que continúa vivo en la comunidad de sus discípulos. En esta comunidad seguimos reconociéndolo vivo al partir el pan y al impartirnos su palabra, su paz y su

perdón. Este es el sentido del reunirnos la comunidad para la celebración de la eucaristía y los sacramentos, desde donde recibimos la misión de hacerlo vivo y presente entre nuestros hermanos, presencia de su divina misericordia en el mundo.